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Spanish: Heredero del Cielo General field: Art/Literary Detailed field: Linguistics
Source text - Spanish Heredero del Cielo
—Hijo: ¿tiembla? —me repetía, muy cer¬ca ya del final—, ¿lo notas temblar? Pues enton¬ces aún no ha llegado su hora.
Y todos pensaban que hablaba de sí mismo.
Mi abuelo cerró la puerta, se quitó la go¬rra y la bata que se ponía para trabajar, y la sa¬cudió en un rincón antes de colgarla de un clavo, como le había visto hacer siempre. En¬tonces se acercó a la mesa, pero en vez de sentarse se nos quedó mirando
Hoy sé lo que en ese momento debió de ver, pero entonces sólo se me ocurrió que, si se-guía así mucho tiempo posiblemente se enfriase la sopa, y a lo mejor empezaba una de esas broncas generales que solían acabar tan mal. Y esto es lo que él vería: a su mujer, que, pequeñita y todo, le devolvía la mirada; mi madre asustada, sin levantar la vista del plato; mi tío el Mayor y a mi tío el Menor mirándose de reojo entre sí; la mujer del primero con el niño pequeño en bra¬zos, y la mujer del segundo echando ojeadas a la puerta, porque mi primo se retrasaba; y por úl¬timo su cuñado, o sea el hermano de la abuela, el Torvo (todos le llamaban así, incluso ella, de modo que no debía de ser algo ofensivo).
Pero lo que él vería, creo yo, era a los cinco varones de la mesa (o, para no mentir, a los cuatro y el hueco del ausente: el pequeño no contaba), y lo que pasaría por su cabeza sería al¬go del estilo de: «dos pazguatos, un hijo de puta, un torvo y un chisgarabís». El hijo de puta era yo, claro, y justo en ese momento entró el chis-garabís, y su madre se levantó y le recibió con dos bofetadas. Y eso fue muy oportuno, porque rompió el encanto: todos empezamos a hablar, el abuelo se sentó por fin y mi primo se puso a la mesa con la cara muy roja pero un brillo de gusto en el fondo de los ojos. La sopa estaba muy buena. Pero el postre estaba mejor.
Lo que hacía mi abuelo se lo disputaban en todas partes; no es que no tuviera competencia: uno casi en cada pueblo, y en la capital tres o hasta cuatro. Pero ninguno era como él, y eso se sabía, y venían de muy lejos a comprarle, y cuando llegaba una fiesta, estaba tan lleno de encargos que no tenía más remedio que pedirle al Torvo que le echara una mano, y luego tenía al Mayor revolviendo un perol toda la mañana, si no tenía que ir al campo, y la abuela con cualquiera de sus nueras doblando los papelillos, porque parece que eso era lo úni¬co que una mujer podía hacer de todo el trabajo.
Así que la comida había ido estupenda-mente, y hasta mi madre se animó y levantaba la mirada, y a mi primo se le olvidaron las bofeta¬das y me envió alguna patada por debajo de la mesa. Y habíamos acabado, y le llevaban al abuelo la tisana de hierbas que él mismo se mezclaba, cuando con el primer trago le dio el ataque de tos. Todos nos quedamos parados, porque no se le pasaba, sino que se ponía cada vez más rojo, y el Torvo se levantó y le dió unas palmadas muy fuertes, yo creo que apro¬vechando, y fue inútil, porque cada vez tosía más, y al final le llevaron a la cama. Y entonces pude ver la mirada que se echaban el Mayor y el Menor, y la de la abuela a mi madre, y era una mirada de estar francamente asustados, todos...
De modo que, por ponernos en el caso de más necesidad, ya teníamos al Mayor revol¬viendo el perol, a su hermano entrando con una cesta de leña, y a mi abuelo cascando un montón de huevos que le había traído el Torvo, y separando las yemas en una palangana. Yo los había visto así en las vacaciones de Navidad, pero sólo desde la puerta, porque el abuelo no me dejaba entrar, ni tampoco a mi primo. Y en¬tonces llegaba un momento en que levantaba la voz, se cagaba en tal, y les echaba a todos; y yo la primera vez no sabía por qué, y les vi en el comedor tomándose un vaso de vino, y el Menor repetía: «Y un día la casca, y nos vamos todos a tomar viento». Y ahí fue cuando com¬prendí que a lo mejor el abuelo no le quería contar a nadie su secreto.
Bueno, pues esa tarde, con el abuelo en la cama, estuvimos todos quietos como muertos, mientras llamaban al médico al pueblo de al la¬do, porque en el nuestro no había. Como llovía muy fuerte no nos dejaron salir, y me quedé ju¬gando al parchís con mis primos, de un modo que no me gustaba nada, porque era el «parchís con trampa», que consiste en que puedes hacer cualquier cosa siempre y cuando nadie se dé cuenta, así que nos espiábamos los tres mutua¬mente y había que ser rapidísimo. Pero en un momento vi por el rabillo del ojo cómo mi pri¬mo sacaba de una toba una de las fichas que ya había metido en casa, y entonces la puse de nuevo en su sitio, y empezó la bronca. Nos die¬ron capones, nos encerraron a cada uno en un cuarto, a oscuras, y yo me puse muy triste, por¬que pensé que quedaba muy poco para que se acabaran las vacaciones y tendría que volver a casa. Y mi casa era el típico sitio donde nunca, nunca te pondrían de postre tocino de cielo.
Y al cabo de bastante tiempo, se abría la puerta y todos dejaban de hablar. El abuelo aparecía secándose las manos y a veces decía: «Ya se está enfriando», y otras veces nada, pero hacía que sí con la cabeza, y ya se podía entrar a recoger todo. Por lo general el primero era el Torvo, y luego mis tíos, que no disimulaban las ganas de mirarlo todo. Pero ahí sólo había (yo lo pude comprobar más de una vez) el fuego de brasas ya casi apagado, el cubo con las cáscaras de los huevos, el perol del almíbar, el saco de azúcar, la artesa de harina y los barreños prin-gosos, pero todas esas cosas quietas y calladas, como las de cualquier obrador de cualquier sitio, porque todos podrían ver que lo que las anima¬ba y las convertía en algo único en el mundo era lo que sabía mi abuelo, y eso se lo llevaba él de¬bajo de la gorra, cada vez que salía de la ha¬bitación.
Y ahí estaba también sobre la repisa de la chimenea una aguja de hacer punto. Si la cogía sin que me vieran podía chuparla, y siempre sabía bien: era como un adelanto de lo que luego vendría. Y junto a la ventana, como presidién¬dolo todo aunque desde una esquina, el molde misterioso que se enfriaba. El Mayor pasaba el dedo por la tapa, lo levantaba negro de ceniza, y a veces se lo enseñaba a su hermano, como si eso significara algo.
Normalmente entonces se iba uno a comer, y sólo cuando el abuelo se levantaba de la siesta se ponía todo de nuevo en movimiento. Aparecía cargado con el molde, resollando, y lo ponía en una esquina. Su mujer le daba un último repaso al mármol y lo espolvoreaba de harina, y él, sin mirar a nadie, pasaba un cuchillo por el borde del cacharro y en un solo mo¬vimiento fuerte y preciso lo ponía boca abajo sobre la mesa. Le daba una palmada misteriosa en el culo (muy parecida a cuando te cruzabas con él por el pasillo y te soltaba, distraído, un golpecito en la cabeza). Y entonces agarraba el molde por los costados y lo levantaba despacio: se oía un sonido parecido a un «flop», un ruido como el que deben de hacer los ángeles cuando atraviesan una nube espesa, y aparecía su obra, temblando todavía un poco, pero firme y de un color milagroso. Y ya estaba todo listo para que la abuela, con un cuchillo muy largo, cortara la masa en cuadraditos, y mi madre y alguna tía prepararan los papeles. A la media hora ya estaban todos alineados en las bandejas, y uno podía confiar en que empezarían a llegar en se-guida los clientes, talmente como moscas.
—¿Tiembla, hijo? ¿Lo notas temblar? —repitió hasta el final, buscándome a tientas con la mano.
Son de esas cosas que uno viene oyendo desde siempre, y que no les da ninguna impor-tancia, pero un día te paras y lo piensas y no lo acabas de ver tan claro. Porque bien mirado, son dos palabras que no pegan ni con cola, «tocino» y «cielo».
El tocino, bueno, todo el mundo sabe qué es y sobre todo de dónde viene, porque una cosa es ver el tocino blanco, o veteado, como un bloque en la despensa, y otra es tener cerca al¬gún corral de cerdos. Nosotros nunca tuvimos en casa, porque en realidad mi madre y yo no teníamos de nada, pero camino de la escuela podías pasar por uno (si dabas un rodeo), y allí estaban: absolutamente puercos, guarros, con una costra de barro y de su propia caca. Aunque un día vi en un NoDo una granja americana, y estaban limpios como una patena, por alguna manía de ellos. Y luego, quien ha visto una matanza no hay que contarle nada, y los chilli¬dos del guarro parecen de un niño furioso. Pero, claro, si te toca un buen pedazo de tocino en el cocido, o en un taco de jamón, pues te vas a acordar de aquello...
O sea, que eso por un lado, y por otro pues el cielo, que tampoco voy a contar lo que es: inmenso, blanco las más de las veces, o de cubierto o de calor, y si no azul. Y dentro, yo lo vi en la Enciclopedia que estudiábamos en la escuela, como una reunión de la Virgen, Dios en persona, Santos, ángeles, y las almas de los bue-nos, todas iguales, vestidas de blanco. Y si no, vas al infierno, que es peor.
Y ahora hay que juntar las dos cosas, pa¬ra ver lo que sale, y el «tocino de cielo» yo me lo imaginaba como si se hubiera cogido con un cuchillo inmenso, pero igual que el que usaba la abuela, y se hubiera sacado un tajo del mis¬mísimo cielo. Y podía sentir cómo entraba el cuchillo en la masa blanca y azul, y cómo en¬contraba resistencia, pero no mucha, y avan¬zaba, y detrás de él se juntaba de nuevo, aunque no del todo, y así se hacía un cuadrado; pero sin llegar nunca, claro, a la zona donde viven los bienaventurados (que así se llaman). Y entonces se sacaba ese pedazo y se ponía en el mármol, y temblaba un poco, y parecía tocino, y sabía dul¬ce, porque la Virgen, etc.
Otras veces yo pensaba en una especie de cerdo celeste, si es que eso se puede decir, o bien un cerdo que se hubiera muerto y hubiera ido al cielo, o al cielo de los suyos. Y ese cerdo estaba allí como si fuera americano, solo que mejor, y puede que su tocino, que le podías qui¬tar sin matarle, fuera también dulce y delicioso, por la misma razón. Pero, como se ve, ninguna de las dos posibilidades estaba demasiado clara, porque hay palabras que juntas se dan como de tortas, pero por costumbre se usan y se usan, y a mí no se me ocurriría una forma mejor de lla¬marle que «tocino de cielo». Y nadie sabía ha¬cerlo mejor que mi abuelo.
Cuando el médico se fue, ya al caer la noche, parecía que les había dado un pasmo a todos. La abuela lloraba flojito, saliendo de su habitación, y el Torvo fumaba en el comedor, y hasta les pasaba la petaca al Mayor y el Menor. Y lo que repetían todo el rato era «Se nos va, se nos está yendo», como si hablaran de un viaje muy despacito. Y la madre de mi primo pasó por allí con una palangana y unas toallas, y dijo con rabia: «Y el Cristo, a la vuelta de la esquina». El Cristo eran las fiestas del pueblo, y segura¬mente lo que estaban todos pensando es que el abuelo no podría preparar los dulces, y que no venderíamos nada. Y a partir de allí debieron caer en la cuenta de que no era ni el Cristo ni el no Cristo, sino que el abuelo se podía morir sin decirle a nadie cómo los hacía, porque se que¬daron todos helados.
—Bartolomé, Bartolomé —lo intentaba el Torvo dos días después, sentándose a la ca¬becera del abuelo—, mira: falta poco para el Cristo, y he pensado, aquí, con tus hijos, que podíamos ponernos a hacerlo, y tú nos diriges desde la cama. ¿Quieres? Para no cansarte...
—Unos cojones —contestó el abuelo, bajito, pero muy claro—. Preparadlo todo, y mañana me lleváis al obrador, y yo me apaño —y se dio media vuelta en la cama, pero con difi-cultades.
A la hora de la cena, cuando el abuelo ya se había quedado dormido, se reunieron en el comedor:
—Le decimos que nos lo cuente, y se acabó —decía el Menor—; se lo ordenamos.
—¿Y si no quiere? —contestó mi tía— ¿Y si no le da la gana? ¿Y si lo hace? —y mi abuela meneaba la cabeza como diciendo: «Es muy capaz».
—Y además —levantó la cabeza, como un rayo, el Mayor—, ¿a quién se lo va a contar? ¿Eh? Tenemos que ponernos de acuerdo, y así hacemos fuerza. Si todos le decimos lo mismo, pues estará más obligado, ¿no?
—Al mayor de todos —dijo el Torvo, porque era él—, y cuando yo la palme, al si-guiente: es la regla.
—Ni hablar —se levantó el Mayor, y dio una palmada en la mesa—: tú no eres de su fa-milia. Tendrá que ir a mí, que soy el hijo más grande. Esto es una herencia.
—Que se reparta, entonces —gruñó el Menor—. Que seamos los dos.
—¡No! —chilló la abuela—, que os co-nozco... Acabaréis matándoos a palos. Tiene que ser uno solo.
—Y yo sé quién —todos se quedaron sorprendidos, porque la que hablaba era mi ma-dre, y no estaban acostumbrados—; lo pensé anoche... Sólo podría ser, está muy claro, el hijo mayor de la hija mayor —había subido la voz como nunca lo había hecho en esa casa, y me miró.
Empezaron a chillar todos al tiempo. A quien más se le oía era al Torvo, que sólo repe¬tía: «!Una mujer no pinta nada en esta historia!, y una perdida menos». «¡Cállate, cabrón!», saltó el Menor. Pero mi madre se había levantado, y con la voz más clara, más firme, que nunca le hubié-ramos oído, dijo:
—Una mujer no puede hacer el dulce, pero puede pasar el derecho a hacerlo. Me tuvo a mí la primera, y yo se lo paso a mi hijo —dijo, y se echó a llorar.
Qué lata no le darían los días siguientes, que el sábado se levantó por fin, y le llevaron en volandas a un sillón que habíamos puesto de¬lante de la puerta del obrador. «Cuando yo os lo diga, me dejáis entrar, y acabo el trabajo. Si no, me quedo en la cama y que os den morcilla a todos». Dijeron que sí, claro.
Estábamos todos al fondo de la habita-ción, y él iba diciendo lo que había que hacer. Pero había un clima muy extraño, como de gran momento, porque estaba claro que o se lo decía a alguien, o la palmaba ahí mismo, o a lo mejor lo hacía él solito y se volvía a la cama como si tal cosa. Nunca podía saberse. Ahora el Torvo se-paraba las yemas y las echaba en un barreño:
—¿Remuevo, Bartolo? —decía.
—Espera, tráelo, que lo vea —gruñó mi abuelo, y cuando se lo puso delante se quedó callado:—. Cerdo... —dijo, muy bajito—, ¡cerdo! —repitió, congestionado—, ¡eres un cerdo, Torvo! —y decía la palabra hinchando los carri-llos, y marcando mucho la c—: has metido dos engalladuras, y eso es de cerdo, y la vas a joder. La sangre no puede tocar este plato, por que se jode, y por eso las mujeres no pueden hacer nada hasta que ha cuajado. Y tu lo has jodido, cerdo. Por mí te vas a tomar viento, ya, y no pi¬ses más por aquí cerca, y olvídate de todo.
El Torvo soltó una blasfemia horrible, larga y muy complicada, que yo nunca he repe-tido, pero que sé como es, y salió de un portazo.
—Tú, chisgarabís —le dijo a mi primo—, llégate donde Vicente por dos docenas más de huevos, y tráelos corriendo, que no aguanto. Y tú —por el Mayor— echa en el perol dos medi¬das de azúcar, lo mismo de agua, un poco de li¬món, y ponte a hacer el almíbar. Tú, zángano —era su hijo el Menor—, trae más leña.
Miró alrededor. Le parecía natural man¬dar tanto.
—Y tú —me dijo a mí—, prepara el molde: úntalo con aceite, muy poquito, y échale harina al fondo.
Yo le había visto hacerlo algunas veces, así que cogí el molde, grandote y cuadrado, y le pasé un paño primero por dentro. Luego con el pincel le unté el aceite, cogí la medida de harina y lo espolvoreé por dentro. «Más», dijo él; y yo seguí echando harina hasta que me pareció ya bien. Y entonces me paré un momento pensan¬do qué es lo que se hacía luego, y con el pulgar empecé a apretar la harina, fuerte y bien, por to¬do el fondo. Terminé y vi que mi abuelo me mi¬raba:
—Oye, chaval: ¿por qué se hace eso? —me preguntó, como si no lo supiera. Yo pensaba muy deprisa:
—Abuelo —le dije—: uno pone la harina para que no se pegue al molde. Si no está prieta, y se puede colar la pasta cuando la viertes, pues no hemos hecho nada...
Entró el Menor sudando, con la cesta de leña:
—¡Joder, qué calor hace! —y la dejó en el medio.
—Padre —gritó el Mayor—: ya está el almíbar —calló un momento— ... creo.
El abuelo se levantó, despacio, apoyado en su bastón, hasta el fogón donde humeaba el perol. Cogió la cuchara de madera y la metió en el almíbar. Removió un poco y la levantó en el aire. Salió un hilo grueso, que luego se hizo go¬tas.
—¡Mamón! —dijo, terrible, mirándole a la cara: era casi tan alto como él—: ¿es esto un almíbar?, ¿es esto un almíbar fino? Esto ¿qué es?, ¿eh?
Y entonces se abrió la puerta, y entró mi primo corriendo con las dos docenas de huevos:
—¡Abuelo! —gritó—, ¡abuelo! Me ha di-cho Don Vicente...
No sé si vio la cesta y quiso probar a sal-tarla, o si es que se la tragó corriendo, pero los huevos se estrellaron contra el suelo, y mi abue¬lo, que aún tenía la cuchara levantada, cerró los ojos, y hubo que cogerle por los hombros y lle¬varle al sillón, primero, y de ahí, corriendo, hasta la cama. Tiritaba de fiebre, o puede que de ira...
—¿Ha dejado de temblar? Pues ya está listo —dijo, y se calló para siempre.
Era el Cerdo celeste, y su aliento fétido formaba las estrellas: el vaho de su boca las le-janas, como polvo en la noche. El sudor de su cuerpo se escarchaba en los prados del cielo, y él hozaba, rebuscando en lo negro. Se interrumpió un momento, y sus ojillos sabios y muy antiguos nos miraron, con amor, con interés de ausente, y temblamos. Temblamos porque es mejor que El, que es el Más Grande, no se fije en ninguno. Pero detrás de su mirada aleteaban las sombras, y un hilillo muy fino de baba se escurría de sus fauces gloriosas donde cabía un pueblo: estaba distraído, y respiramos. Levantó la cabeza y con voz ronca de ecos cristalinos declaró su con¬tento. Removió el cuerpo con temblores lentí¬simos, buscando otra postura, y dejó charcos de líquido luciente debajo de su vientre, que iba arando la noche. Nosotros nos marchábamos, con el paso muy quedo en la tiniebla. Oíamos su resuello, y respirábamos. Pero entonces aclaró la Garganta y pronunció, muy bajito, mi nombre.
Yo debía haber llorado. Entró alguien en la habitación, y abrió las contraventanas. Des-cubrí que estaba amaneciendo, y un lucero cla-vaba su ojo fijo en mí, desde lo lejos. Era mi madre, y se sentó en la cama. Mi primo, en el costado, se removió para darnos la espalda.
—Pequeño, pequeñito —decía suave-mente, pasándome la mano por el pelo, como si aún fuera niño—: despiértate. Hay algo que te espera. El abuelo. Te llama.
E hicimos un almíbar de hilos finísimos que brillaban a la lumbre, y separé las yemas con cuidado, dejando un huevo entero (pero jamás el gallo había cubierto a una de estas gallinas). Añadimos almíbar despacito a la pasta de yemas, para luego echar todo en el perol donde hervía el resto. Unté el molde de aceite sin hacer la¬garetas, espolvoreé harina y pisé con el pulgar dejándola bien firme. El removió la pasta sobre el fuego sin llama, y me dio la cuchara: dos círculos al fondo (para que no se asiente), y uno arriba.
Con las agarraderas llevé el perol ardiente junto al molde. «Yo no puedo», me dijo, «: tú coges y lo vuelcas. Es difícil, pero debes fijarte: no despacio, porque entonces los goterones ha¬rán hueco en la harina; ni deprisa, porque la misma fuerza con que caiga desbaratará todo. Suavemente, continuo, sin pararte». Dejé el pe¬rol a un lado, y me sequé el sudor. Una de las agarraderas, quemada y pegajosa por años de trabajo, osciló y cayó al suelo. Quité también la otra. Agarré de las asas con más firmeza cuando vi que en la fuerza no abrasaban. Levanté el ca-charro y, con dificultad, lo incliné sobre el mol¬de: la pasta anaranjada discurrió despacio, como un río en un sueño, y llenó el recipiente.
Con el hierro deshicimos las brasas y formamos un lecho uniforme. Coloqué el molde encima y le puse la tapadera. Encima de ella es-parcimos una palada de cenizas; luego, con las tenazas, seleccionamos brasas, y el molde quedó cubierto por una corona encendida. Entonces el abuelo se sentó en el taburete y me miró muy largo, mucho rato. Respiraba difícil, pero se fue calmando.
—Chaval —me dijo, por fin, sólo con un poquito de voz—: pon la mano en el cacharro —yo la acerqué despacio—. ¡Sin miedo!: toca en el lado.
Curvé la palma y los dedos como antici-pando el contacto, y la acerqué al costado del molde. Parecía el vientre terso de algún animal grande, incluso en su resuello.
—¿Tiembla? ¿No notas como tiembla? Mientras tiemble, no está hecho.
Renovamos las brasas de la tapa, y seguía temblando. El tiempo no pasaba, porque aquello se hacía, sepultado en el fuego, y nos¬otros, guardianes, velábamos su suerte. Aún acerqué la mano otras dos veces, y el abuelo se reía: «No puede estar tan pronto, pero prueba si quieres...» Por fin el estertor se fue calmando, y a la siguiente vez ya no hubo nada.
—Abuelo —levanté la cabeza, con an-gustia—. Se ha acabado...
Levantamos la tapa y se hundió la aguja en la masa. Entraba firme y salió uniformemente pegajosa, pero no húmeda. La puse en la repisa. Habíamos terminado.
Retiré el molde, y lo puse en el suelo, junto a la ventana cerrada. Le consulté con la mirada y fui hacia la puerta. Al otro lado brillaba el mediodía, y me había olvidado. Estaban to¬dos, y se quedaron callados de repente. Alguien que estaba sentado se levantó. Entonces busqué a mi madre con la mirada, y sólo cuando la en¬contré dije, como se esperaba: «Está enfrián¬dose». Y salí de la habitación despacio, ya sin mirar a nadie, dejándoles el campo libre para que entraran y lo limpiaran todo.
Translation - Spanish Heredero del Cielo
—Hijo, ¿tiembla? —me repetía, muy cerca ya del final—, ¿lo notas temblar? Pues entonces aún no ha llegado su hora.
Y todos pensaban que hablaba de sí mismo.
Mi abuelo cerró la puerta, se quitó la gorra y la bata que se ponía para trabajar, y la sacudió en un rincón antes de colgarla de un clavo, como le había visto hacer siempre. Entonces se acercó a la mesa, pero en vez de sentarse se nos quedó mirando.
Hoy sé lo que en ese momento debió de ver, pero entonces solo se me ocurrió que, si seguía así mucho tiempo, posiblemente se enfriase la sopa, y a lo mejor empezaba una de esas broncas generales, que solían acabar tan mal. Y esto es lo que él vería: a su mujer, que , pequeñita y todo, le devolvía la mirada; a mi madre, asustada, sin levantar la vista del plato; a mi tío, el Mayor, y a mi tío, el Menor, mirándose de reojo entre sí; a la mujer del primero con el niño pequeño en brazos, y a la mujer del segundo echando ojeadas a la puerta, porque mi primo se retrasaba; y, por último, a su cuñado, o sea, al hermano de la abuela, al Torvo (todos le llamaban así, incluso ella, de modo que no debía de ser algo ofensivo).
Pero lo que él vería, creo yo, era a los cinco varones de la mesa (o, para no mentir, a los cuatro y el hueco del ausente —el pequeño no contaba—), y lo que pasaría por su cabeza sería algo del estilo de «dos pazguatos, un hijo de puta, un torvo y un chisgarabís». El hijo de puta era yo, claro, y justo en ese momento entró el chisgarabís, y su madre se levantó y le recibió con dos bofetadas. Y eso fue muy oportuno, porque rompió el encanto: todos empezamos a hablar, el abuelo se sentó por fin y mi primo se puso a la mesa con la cara muy roja pero un brillo de gusto, en el fondo de los ojos. La sopa estaba muy buena. Pero el postre estaba mejor.
Lo que hacía mi abuelo se lo disputaban en todas partes; no es que no tuviera competencia: uno casi en cada pueblo, y en la capital, tres o hasta cuatro. Pero ninguno era como él, y eso se sabía, y venían de muy lejos a comprarle, y cuando llegaba una fiesta, estaba tan lleno de encargos que no tenía más remedio que pedirle al Torvo que le echara una mano, y luego tenía al Mayor revolviendo un perol toda la mañana, si no tenía que ir al campo, y la abuela con cualquiera de sus nueras doblando los papelillos, porque parece que eso era lo único que una mujer podía hacer de todo el trabajo.
Así que la comida había ido estupendamente, y hasta mi madre se animó y levantaba la mirada, y a mi primo se le olvidaron las bofetadas y me envió alguna patada por debajo de la mesa. Y habíamos acabado, y le llevaban al abuelo la tisana de hierbas que él mismo se mezclaba, cuando con el primer trago le dio el ataque de tos. Todos nos quedamos parados, porque no se le pasaba, sino que se ponía cada vez más rojo, y el Torvo se levantó y le dio unas palmadas muy fuertes, yo creo que aprovechando, y fue inútil, porque cada vez tosía más, y al final le llevaron a la cama. Y entonces pude ver la mirada que se echaban el Mayor y el Menor, y la de la abuela a mi madre, y era una mirada de estar francamente asustados, todos…
De modo que, por ponernos en el caso de más necesidad, ya teníamos al Mayor revolviendo el perol; a su hermano entrando con una cesta de leña; y a mi abuelo cascando un montón de huevos que le había traído el Torvo, y separando las yemas en una palangana. Yo los había visto así en las vacaciones de Navidad, pero solo desde la puerta, porque el abuelo no me dejaba entrar, ni tampoco a mi primo. Y entonces llegaba un momento en que levantaba la voz, se cagaba en tal, y les echaba a todos; y yo la primera vez no sabía por qué, y les vi en el comedor tomándose un vaso de vino, y el Menor repetía: «Y un día la casca, y nos vamos todos a tomar viento». Y ahí fue cuando comprendí que a lo mejor el abuelo no le quería contar a nadie su secreto.
Bueno, pues esa tarde, con el abuelo en la cama, estuvimos todos quietos como muertos, mientras llamaban al médico al pueblo de al lado, porque en el nuestro no había. Como llovía muy fuerte no nos dejaron salir, y me quedé jugando al parchís con mis primos, de un modo que no me gustaba nada, porque era el parchís con trampa, que consiste en que puedes hacer cualquier cosa siempre y cuando nadie se dé cuenta, así que nos espiábamos los tres mutuamente y había que ser rapidísimo. Pero en un momento vi por el rabillo del ojo cómo mi primo sacaba de una toba una de las fichas que ya había metido en casa, y entonces la puse de nuevo en su sitio, y empezó la bronca. Nos dieron capones, nos encerraron a cada uno en un cuarto, a oscuras, y yo me puse muy triste, porque pensé que quedaba muy poco para que se acabaran las vacaciones y que tendría que volver a casa. Y mi casa era el típico sitio donde nunca, nunca te pondrían de postre tocino de cielo.
Y al cabo de bastante tiempo, se abría la puerta y todos dejaban de hablar. El abuelo aparecía secándose las manos y a veces decía «ya se está enfriando», y otras, nada, pero hacía que sí con la cabeza, y ya se podía entrar a recoger todo. Por lo general el primero era el Torvo, y luego mis tíos, que no disimulaban las ganas de mirarlo todo. Pero ahí solo había (yo lo pude comprobar más de una vez) el fuego de brasas ya casi apagado, el cubo con las cáscaras de los huevos, el perol del almíbar, el saco de azúcar, la artesa de harina y los barreños pringosos, pero todas esas cosas quietas y calladas, como las de cualquier obrador de cualquier sitio, porque todos podrían ver que lo que las animaba y convertía en algo único en el mundo era lo que sabía mi abuelo, y eso se lo llevaba él debajo de la gorra, cada vez que salía de la habitación.
Y ahí estaba también, sobre la repisa de la chimenea, una aguja de hacer punto. Si la cogía sin que me vieran, podía chuparla y siempre sabía bien: era como un adelanto de lo que luego vendría. Y junto a la ventana, como presidiéndolo todo, aunque desde una esquina, el molde misterioso que se enfriaba. El Mayor pasaba el dedo por la tapa, lo levantaba negro de ceniza, y a veces se lo enseñaba a su hermano, como si eso significara algo.
Normalmente, entonces se iba uno a comer, y solo cuando el abuelo se levantaba de la siesta, se ponía todo de nuevo en movimiento. Aparecía cargado con el molde, resollando, y lo ponía en una esquina. Su mujer le daba un último repaso al mármol y lo espolvoreaba de harina, y él, sin mirar a nadie, pasaba un cuchillo por el borde del cacharro y en un solo movimiento, fuerte y preciso, lo ponía boca abajo sobre la mesa. Le daba una palmada misteriosa en el culo (muy parecida a cuando te cruzabas con él por el pasillo y te soltaba, distraído, un golpecito en la cabeza). Y entonces agarraba el molde por los costados y lo levantaba despacio: se oía un sonido parecido a un flop, un ruido como el que deben de hacer los ángeles cuando atraviesan una nube espesa, y aparecía su obra, temblando todavía un poco pero firme y de un color milagroso. Y ya estaba todo listo para que la abuela, con un cuchillo muy largo, cortara la masa en cuadraditos, y para que mi madre y alguna tía, prepararan los papeles. A la media hora ya estaban todos alineados en las bandejas, y uno podía confiar en que los clientes empezarían a llegar en seguida, talmente como moscas.
—¿Tiembla, hijo? ¿Lo notas temblar? —repitió hasta el final, buscándome a tientas con la mano.
Son de esas cosas que uno viene oyendo desde siempre, y que no les da ninguna importancia, pero un día te paras y lo piensas y no lo acabas de ver tan claro. Porque bien mirado, son dos palabras que no pegan ni con cola, tocino y cielo.
El tocino, bueno, todo el mundo sabe qué es y, sobre todo, de dónde viene, porque una cosa es ver el tocino blanco, o veteado, como un bloque en la despensa, y otra es tener cerca algún corral de cerdos. Nosotros nunca lo tuvimos en casa, porque en realidad mi madre y yo no teníamos de nada, pero camino de la escuela podías pasar por uno (si dabas un rodeo), y allí estaban: absolutamente puercos, guarros, con una costra de barro y de su propia caca. Aunque un día vi en un nodo, una granja americana, y estaban limpios como una patena, por alguna manía de ellos. Y luego, a quien ha visto una matanza no hay que contarle nada, y los chillidos del guarro parecen los de un niño furioso. Pero, claro, si te toca un buen pedazo de tocino en el cocido, o en un taco de jamón, pues te vas a acordar de aquello…
O sea que eso por un lado, y por otro pues, el cielo, que tampoco voy a contar lo que es: inmenso, blanco las más de las veces, o de cubierto o de calor, y si no, azul. Y dentro, yo lo vi en la enciclopedia que estudiábamos en la escuela, como una reunión de la Virgen, Dios en persona, santos, ángeles, y las almas de los buenos, todas iguales, vestidas de blanco. Y si no, vas al infierno, que es peor.
Y ahora hay que juntar las dos cosas, para ver lo que sale, y el tocino de cielo yo me lo imaginaba como si se hubiera cogido con un cuchillo inmenso, pero igual que el que usaba la abuela, y se hubiera sacado un tajo del mismísimo cielo. Y podía sentir cómo entraba el cuchillo en la masa blanca y azul, y cómo encontraba resistencia, pero no mucha, y avanzaba, y detrás de él se juntaba de nuevo, aunque no del todo, y así se hacía un cuadrado; pero sin llegar nunca, claro, a la zona donde viven los bienaventurados (que así se llaman). Y entonces se sacaba ese pedazo y se ponía en el mármol, y temblaba un poco, y parecía tocino, y sabía dulce, porque la Virgen, etc.
Otras veces yo pensaba en una especie de cerdo celeste, si es que eso se puede decir, o bien un cerdo que se hubiera muerto y hubiera ido al cielo, o al cielo de los suyos. Y ese cerdo estaba allí como si fuera americano, solo que mejor, y puede que su tocino, que le podías quitar sin matarle, fuera también dulce y delicioso, por la misma razón. Pero, como se ve, ninguna de las dos posibilidades estaba demasiado clara, porque hay palabras que juntas se dan como de tortas, pero por costumbre se usan y se usan, y a mí no se me ocurriría una forma mejor de llamarle que tocino de cielo. Y nadie sabía hacerlo mejor que mi abuelo.
Cuando el médico se fue, ya al caer la noche, parecía que les había dado un pasmo a todos. La abuela lloraba flojito, saliendo de su habitación, y el Torvo fumaba en el comedor, y hasta les pasaba la petaca al Mayor y al Menor. Y lo que repetían todo el rato era «se nos va, se nos está yendo», como si hablaran de un viaje muy despacito. Y la madre de mi primo pasó por allí con una palangana y unas toallas, y dijo con rabia «y el Cristo, a la vuelta de la esquina». El Cristo eran las fiestas del pueblo, y seguramente en lo que estaban todos pensando era en que el abuelo no podría preparar los dulces, y en que no venderíamos nada. Y a partir de allí debieron caer en la cuenta de que no era ni el Cristo ni el no Cristo, sino que el abuelo se podía morir sin decirle a nadie cómo los hacía, porque se quedaron todos helados.
—Bartolomé, Bartolomé —lo intentaba el Torvo dos días después, sentándose a la cabecera del abuelo—, mira: falta poco para el Cristo, y he pensado, aquí, con tus hijos, en que podíamos ponernos a hacerlo, y tú nos diriges desde la cama. ¿Quieres? Para no cansarte…
—Unos cojones —contestó el abuelo, bajito, pero muy claro—. Preparadlo todo, y mañana me lleváis al obrador, y yo me apaño. —Y se dio media vuelta en la cama, pero con dificultades.
A la hora de la cena, cuando el abuelo ya se había quedado dormido, se reunieron en el comedor:
—Le decimos que nos lo cuente, y se acabó —decía el Menor—; se lo ordenamos.
—¿Y si no quiere? —contestó mi tía— ¿Y si no le da la gana? ¿Y si lo hace? —Y mi abuela meneaba la cabeza como diciendo: «Es muy capaz».
—Y además —levantó la cabeza, como un rayo, el Mayor—, ¿a quién se lo va a contar? ¿Eh? Tenemos que ponernos de acuerdo, y así hacemos fuerza. Si todos le decimos lo mismo, pues estará más obligado, ¿no?
—Al mayor de todos —dijo el Torvo, porque era él—, y cuando yo la palme, al siguiente: es la regla.
—Ni hablar —se levantó el Mayor, y dio una palmada en la mesa—: tú no eres de su familia. Tendrá que ir a mí, que soy el hijo más grande. Esto es una herencia.
—Que se reparta, entonces —gruñó el Menor—. Que seamos los dos.
—¡No! —chilló la abuela—, que os conozco… Acabaréis matándoos a palos. Tiene que ser uno solo.
—Y yo sé quién —todos se quedaron sorprendidos, porque la que hablaba era mi madre, y no estaban acostumbrados—; lo pensé anoche… solo podría ser, está muy claro, el hijo mayor de la hija mayor. —Había subido la voz como nunca lo había hecho en esa casa, y me miró.
Empezaron a chillar todos al tiempo. A quien más se le oía era al Torvo, que solo repetía «¡una mujer no pinta nada en esta historia!, y una perdida menos». «¡Cállate, cabrón!», saltó el Menor. Pero mi madre se había levantado, y con la voz más clara y firme que nunca le hubiéramos oído, dijo:
—Una mujer no puede hacer el dulce, pero puede pasar el derecho a hacerlo. Me tuvo a mí la primera, y yo se lo paso a mi hijo —dijo, y se echó a llorar.
Que lata no le darían los días siguientes, que el sábado se levantó por fin, y le llevaron en volandas a un sillón que habíamos puesto delante de la puerta del obrador. «Cuando yo os lo diga, me dejáis entrar, y acabo el trabajo. Si no, me quedo en la cama y que os den morcilla a todos.» Dijeron que sí, claro.
Estábamos todos al fondo de la habitación, y él iba diciendo lo que había que hacer. Pero había un clima muy extraño, como de gran momento, porque estaba claro que, o se lo decía a alguien, o la palmaba ahí mismo, o a lo mejor lo hacía él solito y se volvía a la cama como si tal cosa. Nunca podía saberse. Ahora el Torvo separaba las yemas y las echaba en un barreño:
—¿Remuevo, Bartolo? —decía.
—Espera, tráelo, que lo vea —gruñó mi abuelo, y cuando se lo puso delante se quedó callado—. Cerdo… —dijo, muy bajito—, ¡cerdo! —repitió, congestionado—, ¡eres un cerdo, Torvo! —y decía la palabra hinchando los carrillos, y marcando mucho la c—: has metido dos engalladuras, y eso es de cerdo, y la vas a joder. La sangre no puede tocar este plato, porque se jode, y por eso las mujeres no pueden hacer nada hasta que ha cuajado. Y tú lo has jodido, cerdo. Por mí te vas a tomar viento, ya, y no pises más por aquí cerca, y olvídate de todo.
El Torvo soltó una blasfemia horrible, larga y muy complicada, que yo nunca he repetido, pero que sé cómo es, y salió de un portazo.
—Tú, chisgarabís —le dijo a mi primo—, llégate donde Vicente por dos docenas más de huevos, y tráelos corriendo, que no aguanto. Y tú —por el Mayor— echa en el perol dos medidas de azúcar, lo mismo de agua, un poco de limón, y ponte a hacer el almíbar. Tú, zángano. —Era su hijo, el Menor—. Trae más leña.
Miró alrededor. Le parecía natural mandar tanto.
—Y tú —me dijo a mí—, prepara el molde: úntalo con aceite, muy poquito, y échale harina al fondo.
Yo le había visto hacerlo algunas veces, así que cogí el molde, grandote y cuadrado, y le pasé un paño, primero por dentro. Luego con el pincel le unté el aceite, cogí la medida de harina y lo espolvoreé por dentro. «Más», dijo él; y yo seguí echando harina hasta que me pareció ya bien. Y entonces me paré un momento pensando en qué es lo que se hacía luego, y con el pulgar empecé a apretar la harina, fuerte y bien, por todo el fondo. Terminé y vi que mi abuelo me miraba:
—Oye, chaval, ¿por qué se hace eso? —me preguntó, como si no lo supiera. Yo pensaba muy deprisa:
—Abuelo —le dije—, uno pone la harina para que no se pegue al molde. Si no está prieta, y se puede colar la pasta cuando la viertes, pues no hemos hecho nada…
Entró el Menor, sudando, con la cesta de leña:
—¡Joder, qué calor hace! —Y la dejó en el medio.
—Padre —gritó el Mayor—, ya está el almíbar… —Calló un momento—. Creo.
El abuelo se levantó, despacio, apoyado en su bastón, hasta el fogón donde humeaba el perol. Cogió la cuchara de madera y la metió en el almíbar. Removió un poco y la levantó en el aire. Salió un hilo grueso, que luego se hizo gotas.
—¡Mamón! —dijo, terrible, mirándole a la cara: era casi tan alto como él—: ¿es esto un almíbar?, ¿es esto un almíbar fino? Esto, ¿qué es?, ¿eh?
Y entonces se abrió la puerta, y entró mi primo corriendo con las dos docenas de huevos:
—¡Abuelo! —gritó—, ¡abuelo! Me ha dicho don Vicente…
No sé si vio la cesta y quiso probar saltarla, o si es que se la tragó corriendo, pero los huevos se estrellaron contra el suelo, y mi abuelo, que aún tenía la cuchara levantada, cerró los ojos, y hubo que cogerle por los hombros y llevarle al sillón, primero, y de ahí, corriendo, hasta la cama. Tiritaba de fiebre, o puede que de ira…
—¿Ha dejado de temblar? Pues ya está listo —dijo, y se calló para siempre.
Era el Cerdo celeste, y su aliento fétido formaba las estrellas: el vaho de su boca, las lejanas, como polvo en la noche. El sudor de su cuerpo se escarchaba en los prados del cielo, y él hozaba, rebuscando en lo negro. Se interrumpió un momento, y sus ojillos sabios y muy antiguos nos miraron, con amor, con interés de ausente, y temblamos. Temblamos porque es mejor que Él, que es el Más Grande, no se fije en ninguno. Pero detrás de su mirada aleteaban las sombras, y un hilillo muy fino de baba se escurría de sus fauces gloriosas, donde cabía un pueblo: estaba distraído, y respiramos. Levantó la cabeza y con voz ronca de ecos cristalinos declaró su contento. Removió el cuerpo con temblores lentísimos, buscando otra postura, y dejó charcos de líquido luciente debajo de su vientre, que iba arando la noche. Nosotros nos marchábamos, con el paso muy quedo en la tiniebla. Oíamos su resuello, y respirábamos. Pero entonces aclaró la Garganta y pronunció, muy bajito, mi nombre.
Yo debía haber llorado. Entró alguien en la habitación, y abrió las contraventanas. Descubrí que estaba amaneciendo, y un lucero clavaba su ojo fijo en mí, desde lo lejos. Era mi madre, y se sentó en la cama. Mi primo, en el costado, se removió para darnos la espalda.
—Pequeño, pequeñito —decía suavemente, pasándome la mano por el pelo, como si aún fuera niño—, despiértate. Hay algo que te espera. El abuelo. Te llama.
E hicimos un almíbar de hilos finísimos que brillaban a la lumbre, y separé las yemas con cuidado, dejando un huevo entero (pero jamás el gallo había cubierto a una de estas gallinas). Añadimos almíbar despacito a la pasta de yemas, para luego echar todo en el perol donde hervía el resto. Unté el molde de aceite sin hacer lagaretas, espolvoreé harina y pisé con el pulgar dejándola bien firme. Él removió la pasta sobre el fuego sin llama, y me dio la cuchara: dos círculos al fondo (para que no se asiente), y uno arriba.
Con las agarraderas llevé el perol ardiente junto al molde. «Yo no puedo», me dijo, «tú coges y lo vuelcas. Es difícil, pero debes fijarte: no despacio, porque entonces los goterones harán hueco en la harina; ni deprisa, porque la misma fuerza con que caiga desbaratará todo. Suavemente, continuo, sin pararte». Dejé el perol a un lado, y me sequé el sudor. Una de las agarraderas, quemada y pegajosa por años de trabajo, osciló y cayó al suelo. Quité también la otra. Agarré de las asas con más firmeza cuando vi que en la fuerza no abrasaban. Levanté el cacharro y, con dificultad, lo incliné sobre el molde: la pasta anaranjada discurrió despacio, como un río en un sueño, y llenó el recipiente.
Con el hierro deshicimos las brasas y formamos un lecho uniforme. Coloqué el molde encima y le puse la tapadera. Encima de ella esparcimos una palada de cenizas; luego, con las tenazas, seleccionamos brasas, y el molde quedó cubierto por una corona encendida. Entonces el abuelo se sentó en el taburete y me miró muy largo, mucho rato. Respiraba difícil, pero se fue calmando.
—Chaval —me dijo, por fin, solo con un poquito de voz—, pon la mano en el cacharro. —Yo la acerqué despacio—. ¡Sin miedo!, toca en el lado.
Curvé la palma y los dedos como anticipando el contacto, y la acerqué al costado del molde. Parecía el vientre terso de algún animal grande, incluso en su resuello.
—¿Tiembla? ¿No notas cómo tiembla? Mientras tiemble, no está hecho.
Renovamos las brasas de la tapa, y seguía temblando. El tiempo no pasaba, porque aquello se hacía sepultado en el fuego y nosotros, guardianes, velábamos su suerte. Aún acerqué la mano otras dos veces, y el abuelo se reía: «No puede estar tan pronto, pero prueba si quieres…». Por fin el estertor se fue calmando, y a la siguiente vez ya no hubo nada.
—Abuelo. —Levanté la cabeza, con angustia—. Se ha acabado…
Levantamos la tapa y se hundió la aguja en la masa. Entraba firme y salió uniformemente pegajosa, pero no húmeda. La puse en la repisa. Habíamos terminado.
Retiré el molde, y lo puse en el suelo, junto a la ventana cerrada. Le consulté con la mirada y fui hacia la puerta. Al otro lado brillaba el mediodía, y me había olvidado. Estaban todos, y se quedaron callados de repente. Alguien que estaba sentado se levantó. Entonces busqué a mi madre con la mirada, y solo cuando la encontré dije, como se esperaba: «Está enfriándose». Y salí de la habitación, despacio, ya sin mirar a nadie, dejándoles el campo libre para que entraran y lo limpiaran todo.
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Diego es corrector ortotipográfico y de estilo independiente. Además, trabaja como representante de atención al cliente bilingüe (inglés y español) en el call center de Amazon Tech y también ha sido agente de Amazon.com. Cursó la Tecnicatura Universitaria en Corrección de Estilo en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación. Solo le falta realizar la pasantía para recibirse. Ha corregido textos literarios, académicos y técnicos. También está preparando el Certificate of Proficiency in English de la Universidad de Cambridge. Ha traducido los subtítulos —del inglés al español— de la película «Night Song», que se exhibió en el 34.avo Festival Cinematográfico Internacional del Uruguay. Es muy responsable, detallista y perseverante.
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